viernes, 20 de diciembre de 2024

La montaña mágica - Thomas Mann

Hola, buenas, qué tal, soy de la Escuela Manniaca, ¿está usted interesada en escuchar la palabra de Thomas Mann? Señora, no me cierre la puerta, por favor, espere.

Durante el mes de noviembre tuve la inmensa suerte, para desgracia de todas las personas que me rodean, de leer La montaña mágica por primera vez en mi vida. Me arranqué a causa de una lectura conjunta cuyas directrices me pasé después por el forro porque honestamente estaba demasiado enganchada. Amigos de la red, si queréis organizar la lectura conjunta de una novela de las características de este mamotreto simplemente NO pautéis cien ridículas páginas a la semana. Aquí hemos venido a trabajar. Si lees La montaña mágica te dedicas en cuerpo y alma a leer La montaña mágica y te obsesionas con ella y sueñas con ella y tienes conversaciones como esta:

—¡Madre mía, cómo pasa el tiempo, ya mismo tengo los exámenes!
—Curioso que menciones este tema, porque en La montaña mágica se habla de esto mismo...
*golpe seco*

En fin. Ya lo cogéis. Esta fantástica (coge aire) bildungsroman para acabar con todas las (coge aire) bildungsroman te agarra por el cuello de la camisa en la nota del autor con la que empieza para no soltarte hasta que llegas al FINIS OPERIS de, en el caso de la edición de Debolsillo, la página 1047. Con letrita minúscula y márgenes ídem, ¡1047 páginas! Por supuesto que es tan buena, tan hermosa, tan cargadísima de todas las reflexiones y de todas las emociones del mundo; por supuesto que es divertidísima, terrorífica y triste a la vez; por supuesto que los personajes son deliciosos e hipnotizan al lector como hipnotizan a Hans Castorp, ingeniero; por supuesto, por supuesto: por supuesto que La montaña mágica es una de las obras cumbres del siglo XX europeo. Sería la mejor si no existiera el Ulises, supongo. Pero aun existiendo el Ulises, es tan absolutamente formidable que casi se te olvida Joyce.  

La contaremos [esta historia] en detalle, exacta y minuciosamente, pues ¿cuándo ha dependido lo amena o larga que se nos hiciera una historia del tiempo que requiere contarla? Al contrario, sin temor al reproche de haber sido meticulosos en exceso, nos inclinamos a pensar que sólo es verdaderamente ameno lo que ha sido narrado con absoluta meticulosidad.

La montaña mágica es un juego con el tiempo narrativo y el tiempo real, ambos relativos, ambos moldeables a placer: a veces en un párrafo han pasado dos meses, a veces un capítulo de cien páginas narra el paso de un año. A veces nos detenemos durante cincuenta páginas en una enfermiza batalla dialéctica entre Naphta y Settembrini en la que cada uno defiende con desprecio algo durante unas líneas para de pronto defender lo contrario en las siguientes, o al menos eso podríamos jurar. El tiempo pasa, el narrador se dirige a nosotros, nos manipula, nos moldea, y lo mismo hace el aire de la montaña con Hans Castorp, quien se encuentra en una suerte de limbo, fuera de la vida, lejos de la ciudad, lejos de Europa y de la sombra de la guerra, en una especie de stand by eterno de descanso y ocio. Despreocupado, bajo el ala de Settembrini y de su primo, comienza su aprendizaje humanista, humano y romántico, y se convierte poco a poco en uno de los personajes más entrañables que una ha leído. Guardaré siempre en mi corazón a este muchachillo un poco bobo y alocado al que le cuelan cualquier patraña y que siempre tiene que decir algo, en toda ocasión, incluso cuando estaría mejor callado. 

Dejamos caer el telón por penúltima vez. No obstante, mientras baja con suave rumor, acompañamos mentalmente a Hans Castorp, que ahora se ha quedado solo en su alta montaña, e imaginamos la escena en un húmedo cementerio del mundo de allá abajo, de allá lejos, donde, por un instante, se enciende y vuelve a apagarse el resplandor de una espada, se escuchan voces de mano y tres salvas, tres románticas salvas de honor retumban sobre el sepulcro, abrazado por la maleza, de...

¡Y qué bellísima escritura! El capítulo "Nieve" tiene una de las más bellas descripciones del invierno que pueden leerse, pero es solo un ejemplo de todo el despliegue estilístico de la novela, en la que Mann, además de jugar con la estructura, juega con una miríada de escenas hermosísimas (como la de la cita anterior), contadas con tanto gusto como buen hacer. Algunos de estos elementos en los que no me voy a detener pero que me gustaría mencionar brevemente: la figura de madame Chauchat, su regalo a Hans Castorp y, en realidad, esa noche de Carnaval en la que todo se subvierte y todo es mágico y posible por unas horas; toda la relación con Mynheer Peeperkorn; las escenas oníricas, tanto la del lápiz como la escena mitológica-pastoril hacia el final de la novela; las visitas a los enfermos; los recuerdos de infancia... Tantas y tantas secuencias que aumentan esta densidad que al principio se hace aterradora y sin embargo durante la lectura se convierte en tan apetitosa, tan divertida y tierna de leer. 

No mentiré, al principio La montaña mágica me resultó difícil. Especialmente cuando me estaba ciñendo a las cien (más o menos) páginas semanales, no encontraba el punto. Sentía que Mann no me estaba dando nada a cambio de mi esfuerzo, no en el sentido de no disfrutar de la novela, sino de no tener alicientes estimulantes a la atención. Si estás lo suficientemente atenta al Ulises, de pronto entenderás que están hablando de sexo. Si estás lo suficientemente atenta a Pynchon, de pronto... bueno, vaya por dios, entenderás que están hablando de sexo. Pero aquí (que también se habla bastante de sexo, y de sexualidad) todo está formalmente menos escondido, los temas mucho más trascendentales, más expuestos. El tiempo, por supuesto, como algo transformador, pero también el espacio, la relatividad, la enfermedad, la humanidad, el arte; el mundo contenido en un sanatorio de la montaña alemana. Y sin embargo, hay un algo más sutil; más serio, tal vez, aunque también sea muy divertido, tiene un cierto tono paródico. No sabría definirlo pero el caso es que ahí está esa dificultad, que se desvaneció cuando retomé mi ritmo.

En fin. Aquí estamos en 2024 recomendando La montaña mágica. Es una de esas novelas que te hace pensar que no hace falta que se siga escribiendo, una de esas que apetece releer cada año para exprimir al máximo todo lo que ofrece. Grandísima obra, de verdad, emocionante a más no poder. Y me dejo muchas cosas (un día os hablo de por qué creo que es una novela de terror), pero esto ya es lo suficientemente largo teniendo en cuenta que nadie lo va a leer. 

¡Ahora quiero leer Los Buddenbrook!

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